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AURELIO ARTURO, LAS
SÍLABAS LENTAS
.
(La
Unión, Nariño, 22 de febrero, 1906 - Bogotá, Noviembre 24, 1974)
Por Juan Manuel Roca
De su libro Galería de Espejos
Una mirada a la poesía colombiana del siglo XX.
Alfaguara Marzo, 2012
A caballo entre la generación de “Los Nuevos” y la de
“Piedra y cielo” y sin casi ningún atisbo de coincidencias estéticas con estos
grupos, Aurelio Arturo lleva a solas una discreta y asordinada rebelión de
rechazo a los excesos lingüísticos de unos y a cierta melosería de otros,
aunque esto no fuera un asunto que lo desvelara.
Con Aurelio Arturo no comienza ni termina una escuela
poética, no hay el desmán vanguardista ni el deseo de deslumbramiento, no hay
ni en su vida ni en su obra ninguna suerte de exotismo. Sorprende que no sea,
precisamente, un vanguardista quien partiría en dos la poesía colombiana.
¿Qué es
lo que causa embeleso o ensoñación en su poética, qué misterio se nos revela al
contacto con su palabra hecha de esencias, cuál es esa música antes de él
inaudible en la poesía colombiana que nos hace partícipes de un mundo de
desnudez adánica?
¿Cómo
ubicar esa voz casi silenciosa, casi susurrante e íntima, que no encaja -aunque
se asomen a él ciertos ritmos de José Asunción Silva y de Porfirio Barba Jacob-
en el mapa de nuestra poesía?
Uno de
los temas dominantes en Aurelio Arturo, el de la infancia, es preservado por el
poeta más allá de las contingencias y
los avatares de una vida más o menos desvaída, más o menos sin el brillo de
grandes aventuras. Siempre que leo a
Arturo recuerdo la sentencia del escultor vasco Oteiza, que decía que la
genialidad es una mezcla de intuición y descontento. La intuición que procede a favor del misterio
de su poesía quizá le brote de ese territorio mítico de la infancia. En cuanto
a su descontento, baste con señalar esa manera solitaria como el poeta toma
distancia de la estética imperante al momento de publicar sus primeros poemas
en 1930, en medio de la generación de “Los Nuevos” y el despunte de la
generación de “Piedra y Cielo”.
Aurelio
Arturo bebe en la evocación, más aún que en la nostalgia, pues ese sentimiento
evocativo rebasa la quejumbre, la idea de un doloroso ayer perdido. Parece saber que el entierro de un poeta casi
siempre ocurre en la infancia. Alguien lo desalienta y quiere forzarlo a
reproducir un naturalismo de la realidad inmediata, y si logra convencerlo ya
está: el poeta-niño da paso al poeta-muerto que habrá de llevar a cuestas el
resto de sus días.
Parece
como si su palabra naciera en la infancia y desembocara en el poema. “Un largo, un oscuro salón, tal vez la
infancia”. De allí, de versos como este
de “Canción del ayer”, la poética de Arturo se desdobla en otros temas
cenitales: la noche y sus canciones, el viento y las palabras, los aromas y los
sabores, no son otra cosa que una larga, una prolongada metáfora que se centra
en el tiempo, en la temporalidad de seres y de cosas.
Casi en
cada poema de Arturo hay una suerte de arte poética. Quizá esa reflexión del poema que se informa
a sí mismo sea única en la poesía colombiana, en el sentido de una constancia,
de una permanencia melódica, de un intermitente regreso.
En su
poema “Canción del viento”, en sus tres primeros versos, podría señalarse una
especie de paráfrasis de la vida y la obra del poeta, y de su anhelo de
construir la poesía desde la sombra, desde el susurro y el tono menor:
Toda la
noche
sentí que
el viento hablaba,
sin
palabras.
No
recuerdo con exactitud cual pudo ser el primer poema de Aurelio Arturo que leí
en el “Panorama de la nueva poesía colombiana”que reunió Fernando Arbeláez en 1964.
Pero sí
recuerdo bien el tipo de emoción que me suscitó. Sentí que alguien me había
hablado sin palabras, o que si estas existían estaban expresadas en un tono tan
desvaído en su expresión, que sólo me había quedado una atmósfera envolvente
pero irrepetible en la memoria.
En
realidad el contacto inicial con la poesía de Arturo seduce discretamente, sin
producir grandes emociones. Es un poeta
al que hay que llegar despojado –como su poesía misma- y que opera en nosotros
como liberador de una sensibilidad que tiene su mejor recepción cuando su carga
de intimismo es proporcional a nuestra intimidad mejor habitada.
Sólo
después de una y otra lectura, la belleza poética de Arturo, sus ritmos que no
están hechos de sonoridades externas sino de interioridad, su poética que más
que contar algo episódico se interesa en crear una atmósfera, se nos revela en
su hondura y transparencia. Toda la vida
que da vida a objetos, troncos y silencios, procede de una secreta belleza que
hay que descifrar con la misma serenidad y lentitud con la que transcurren sus
palabras.
Si poesía
bien escrita es aquella que al decir de Borges está realizada con palabras que
miran hacia un mismo lado, la de Aurelio Arturo pertenece a esa estirpe: todos
sus vocablos señalan hacia un ahondamiento de la realidad. Y eso mismo exige su
obra de parte del autor atento: un adentrarse por los silencios de sus poemas
que son como fisuras hacia un mundo escondido, un descorrer el velo de lo real
gracias al don de su palabra.
No hay
adorno, artes de embalsamador, en la escasa y honda poesía de Arturo. La savia
que recorre los paisajes de “los países de Colombia” atrapados en su poética,
es la misma que nutre su escritura.
Alguien
decía que, a la manera de Esenin, el gran poeta de Rusia, Arturo era nuestro
último poeta del campo. Pero lo que
atrae de nuestro lírico es, más que una geografía física, la geografía espiritual
en la que se inserta cada una de sus bellas imágenes que tienen nacimiento en
una especie de impresionismo sensorial.
Ponerse
en contacto con “Morada al sur”, su único, breve e intenso libro, es encontrar
un discreto gusto en la elección de las palabras que corresponden a su interior
musicalidad y a unos temas que se entrecruzan y se bifurcan.
La noche
en sus versos es un vasto recinto, un
albergue, y no sólo la noche aldeana, sino la noche espesa de las ciudades,
hacia la que poco a poco van girando sus motivos:
No la
noche que arrullan las ramas
y
balsámica con olor de manzanas,
con el
efluvio de la flor del naranjo;
oh! no la
noche campesina
de piel
húmeda y tibia y sana;
no la
noche de Tirso Jiménez
que canta
canciones de espigas
y muchachas
doradas como espigas;
no la
noche de Max Caparroja,
en el
valle de la estrella más sola
cuando un
viento malo sopla sobre las granjas
entre
ráfagas de palabras moradas;
no la
noche que lame las yerbas;
no la
noche de brisa larga,
hojas
secas que nunca caen,
y el
engaño de las últimas ramas
rumiando
un mar de lejanos relámpagos;
no la
noche de las aguas melódicas
volteando
las hablas de la aldea;
no la
noche de musgo y del suave
regazo de
hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la
noche de las ciudades...
(Amo la noche)
Esa noche
intemporal y mítica que se da en el poema de Aurelio Arturo por vías de la
negación (“no la noche que arrulla en las ramas”... “no la noche de Tirso
Jiménez”... “no la noche de brisa larga”) pertenece a un ámbito espiritual.
Varias
noches y una sola conviven en la obra del poeta, como varias infancias y una
sola. De esa ensoñación, de ese arte de
encantamiento de un tiempo recobrado,
está hecha buena parte de la lírica del poeta nariñense. Como en el poema de Arnoux citado por Bachellard
en “La poética de la ensoñación”: “Tantas y tantas infancias tengo/ que
contándolas me perdería en ellas”, nuestro poeta tiene tantas y tantas noches
que podría perderse en el laberinto que le propician, si no hiciera luz con su
palabra.
Lo conceptual
da paso a lo sensorial en la obra de Arturo.
Esa manera soslayada que tiene para expresar sus mundos interiores no
tiene más alto precedente en nuestra poesía. Hasta sus silencios recubren una
oculta musicalidad. Es una música nueva, discreta y envolvente.
No es una
sonoridad externa, lexicográfica, sino algo más natural aún que la palabra.
Ese
innombrable asunto que hay en sus versoses un fundamento de su estética. No lo
que se dice con el verbo sino lo que se dice con el ritmo. Más lo que se canta que lo que se
cuenta. Eso que de nuevo parece
informarse a sí mismo en el poema. Si de alguna manera puede definirse a
Aurelio Arturo, quizá sea como traductor de sí mismo, como alguien que se
escucha atentamente en el silencio para sentir el cauce secreto de sus
voces. Así como alguien recuesta su oído
en la carrilera para saber si el tren se avecina, el poeta de “Morada al sur”se
escucha a sí mismo para dar salida a sus ritmos.
Aurelio
Arturo vino a cambiar la música vieja, cansada, de la poesía colombiana: para
ello no necesitó de grandes alardes ni grandes manifiestos. Lo hace con discreción, desde la publicación
en 1942 de su poema“Morada al sur”, el mismo año en que Porfirio Barba Jacob
edita “El corazón iluminado”.
De allí a
esta parte, no hay casi ningún poeta colombiano que no se sienta atraído y
deslumbrado por la serenidad de sus palabras.
Creo
intuir que más allá de la factura impecable de los poemas de Arturo, de su
vigilia y forcejeo con el lenguaje, sus versos nacen de una imagen suscitada
por un ritmo, de la cual se desprende todo el cuerpo del poema. Otra vez, en poemas como “Lluvias”, el texto
parece, además de una descripción del agua en un paisaje invernal, estar dando
cuenta de su propia escritura.
Si en vez
de la lluvia pensamos en la palabra, si el silabario de las gotas lo cambiamos
por el silabario de las palabras, sentimos cómo el poeta nos habla en una
lengua que a su vez habla de sí misma:
ocurre
así
la lluvia
comienza
un pausado silabeo
en los
lindos claros del bosque
donde el
sol trisca y va juntando
las
lentas sílabas y entonces
suelta la
cantinela
así
principian esas lluvias inmemoriales
de voz
quejumbrosa
que
hablan de edades primitivas
y
arrullan generaciones
y siguen
narrando catástrofes
y glorias
y poderosas germinaciones
cataclismos
diluvios
hundimientos
de pueblos y razas
de ciudades
lluvias
que vienen del fondo de milenios
con sus
insidiosas canciones
su
palabra germinal que hechiza y envuelve
y sus fluidas
rejas innumerables
que
pueden ser prisiones
o arpas
o liras
.........................................................
.........................................................
Y agrega
sobre las palabras, en algo que es como un procedimiento de suplantación:
olvidamos
su treno
y las
amamos entonces porque son dóciles
y nos
ayudan
y
fertilizan la ancha tierra
la tierra
negra
y verde
y dorada.
El qué
decir y el cómo hacerlo están tan ligados en la expresión poética de Aurelio
Arturo, que no sólo en la disposición tipográfica de los versos de “Lluvias”,
sino en la cadencia misma de sus giros y vocablos, sentimos la música, el
sonido de un espacio invernal.
Todo esto
se produce en la idea recurrente de que sus poemas tienen, en un alto número y
en un alto grado, un arte poética de fondo.
Porque se siente en mucha de su poesía cómo esa lluvia del lenguaje
“comienza un pausado silabeo” para luego soltar “la cantinela”. La palabra desnuda, la palabra cotidiana, se
ve tocada de una nueva vida gracias a la serena metaforización que desliza
Arturo a lo largo de sus versos.
Mi
generación debe, más que a ningún otro poeta, a la enseñanza del poeta de“Morada
al sur”. Es la suya una lección de tenue
lirismo. Sus poemas, como algunos momentos de Jorge Gaitán Durán, de Carlos
Obregón o de Fernando Charry Lara, que buscaron la mesura verbal, ayudaron a
conformar una rica vertiente de la poesía colombiana que llega a nuestros días.
De otra
parte, por primera vez el país geográfico, nuestro entorno, deja de tener en el
poema un sesgo nacionalista, un rango patriotero, para hacernos ver la tierra
de todos y de nadie:
Oíd el
canto de las tierras de nadie.
Tanta belleza
es cierta, viva, sensual, sencilla,
no
obstante todo aquí habla de otras tierras más dulces,
todo aquí
es presencias y hablas de maravilla.
Dispútanse
las hojas cada cual susurrando
tener un
más hermoso país ignoto y verde,
y las
nubes, se dicen, sedosas resbalando:
aún más
bello y dulce otro país existe.
Y unas
aguas oscuras que casi no se escuchan
pretenden
que su vago país aún más dichoso
es, que
los ilusorios países de la nube.
¡Oh
presencias aquí de arrulladas orillas!
De noche
las estrellas murmuran: somos hojas
de
celestes follajes, y en acordados ritmos
cada hoja
se mece al son de alguna estrella,
en estos
cielos vivos de las tierras de nadie.
En estos
cielos vivos de las tierras de nadie
hay tanto
vuelo ágil, tanta pluma irisada,
que es
como si los pájaros fueran aquí más libres,
que es
como si esta tierra fuera tierra de aves.
Cielos
abandonados a las nubes y al vuelo
melodías
de alas que en el trino las abren,
y a las
algarabías vegetales que llaman
las
lentas nubes blancas de las tierras de nadie.
Tierras,
tierras de nadie, oh tierras sin caminos
que aún
no oís el ritmo de la humana tonada,
la dulce
y suave y honda tonada de las bocas
rojas, la
flecha leve que ató toda distancia.
El tema del paisaje virgen en el que no existen caminos,
crea un ámbito de libertad que la palabra de Aurelio Arturo dignifica. Sus
palabras son de nuevo “aguas oscuras que casi no se escuchan”: así anda su
verbo descalzo por los senderos del poema.Todo es rumor, sonido de acequias, de
hierbas que crecen, en fin, de hechos intangibles a los que dota de vida desde
un carácter elusivo que habla cuando calla y calla cuando dice.
Si
Baudelaire señalaba que el mundo es “un almacén de símbolos”, en el amplio
espectro simbólico de Aurelio Arturo creo ver a un hombre que supo cargarse de
provisiones para el breve camino de su arte.
Sus bodegas interiores, su amplia alacena no
lo es tanto por la cantidad de símbolos y de registros, como por la precisión
de ellos. ¿Ya Rimbaud no había conocido
la historia del mundo desde la noche de un granero? Y claro, todos esos símbolos de pureza de la
infancia, de grietas en el sueño, de lluvias eternas, de casas invadidas por la
música, están envueltos en un idioma de un sabor que raras veces se percibe en
la poesía hispanoamericana.
Entre su
bagaje simbólico hay uno que se centra en la infancia, que señala sin duda el
asombro del niño que persiste en habitar en todo autentico poeta. Cuando el señor Barrie, autor de Peter Pan,
decía que al momento en que un niño afirmaba la inexistencia de las hadas, una
de ellas caía muerta al piso, quizá señalaba la aparición de la madurez, ese
momento en que el poeta-niño da paso al poeta-muerto. En su “Canción de las hadas” Arturo hace
profesión de fe en estos seres de leyenda, como un emblema del asombro, en la
creencia y la afirmación de otros mundos milenarios: “¿No creer ya en las
hadas?/ Pero entonces... Yo creo, ciertamente,/ que mi antigua aya era una
reina de hadas,/ y lo supe cuando en el cielo de su mirada/ subían rosas ardientes
y cuando su palabra/ quemó mi piel sin dejar señales,/ y porque en su corpiño,
bajo las sedas,/ le palpitaban palomas blancas”.
Otra vez
lo entrevisto por Aurelio Arturo da cuenta desde elementos simbólicos –en
realidad toda gran poesía es simbólica- del sentido de estar vivo, aquello que
Wallace Stevens apreciaba como inherente a la verdadera poesía.
Más allá
de lo que Denise Levertov llama “poesía de impulso lingüístico”, algo que tuvo
asiento en el surrealismo, los poemas de “Morada al sur” nacen de una
contemplación directa o recordada. La
misma Levertov nos recuerda que contemplar proviene de “templum, templo, lugar,
espacio de observación indicado por el augur”.
¿Se
podría decir entonces que la poesía de Arturo por ser contemplativa está de
espaldas a cualquier acción? En contradicción con la teoría de Pierre Reverdy,
que afirmaba que la poesía no habita en la naturaleza, que las imágenes no
existen sin que el hombre las vea, el poeta colombiano parece creer que la rosa
también disfruta de su olor. Algo que niega una visión puramente contemplativa.
Siempre
hay una acción cuando la palabra sirve de instrumento, de herramienta para
penetrar y bucear en la naturaleza, en las muchas realidades que conviven en
una más amplia realidad.
La
transformación de las cosas en la poesía de Aurelio Arturo y de esta en las
cosas, es un diálogo, una tenue conversación:
Y termina
la canción porque el gallo canta
y el
sueño despierta el pequeño cadáver,
y llega
el alba sobre sus yeguas blancas.
(“Canción del niño que soñaba”)
Coloquial,
metafórico, descriptivo, cotidiano y onírico, el hacer poético de Aurelio
Arturo se nutre de un apetito de saberes.
No sólo
del acaecer cultural, del conocimiento
de otras lenguas ni del recuerdo de seres que en el sur del país lograban hacer
del trabajo una epopeya de camaradería y serenidad, está construida la morada
de su poesía.
En el
fondo de cada uno de esos paisajes atrapados en una larga cacería de imágenes,
Arturo pone como epicentro al hombre, sus alegrías, sus dudas, sus oficios, sus
evocaciones y desvelos.
En toda
esa visión lírica de un mundo que ahora parece perdido, hay un rigor que busca lo esencial. No el rigor que constriñe, el rigor que
limita, sino el que libera de exotismos, de trivialidades y grandilocuencias.
Aurelio
Arturo en sus propias palabras:
“He
escrito un viento, un soplo vivo/ del viento entre fragancias, entre hierbas/
mágicas./ He narrado el viento, solo un poco de viento”.
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