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La escritura, el dolor y
la fiesta
Por Alejandro José López (1)
Fotografía: María del
Mar Burgos.
NTC .. agradece al autor el aporte del texto
y la autorización para publicarlo
Recibido y publicado: 14 de enero de 2016, 9:31
1
No sabría explicarlo a satisfacción. Dedico mis
días al infatigable sortilegio de interpretar las letras que otros han escrito
y al extravagante oficio de trazar las mías propias. Sospecho que en el primer
asunto es inevitable incurrir en frecuentes tergiversaciones y que, en el
segundo, resulta casi imposible juntar dos palabras con acierto y armonía. Y
sin embargo ―a vicio de insistir―, me corren ya tantos años en estas inquisiciones
que han terminado convirtiéndose en mi destino. Soy muy consciente de lo que
significa haber crecido entre libros, en una casa donde siempre se honró la
literatura; pero esta mezcla de alborozo y de recóndito martirio que me produce
el ejercicio de las letras tiene para mí el valor de una inclinación misteriosa.
¿Por qué me duele tanto esto que al mismo tiempo me gratifica y me embriaga?
Quizá ni debería planteármelo y seguramente jamás llegaré a comprenderlo. Sé
que ha habido autores declaradamente felices con su vocación, de modo que se
permitieron agudezas contra “las agonías de la creación” ―así lo hizo E. M.
Forster―. Hay otros que fueron verdaderos ascetas de la escritura y que pregonaron
su padecimiento tanto como les fue posible ―ése es el caso del gran Flaubert―.
Desde luego, jamás podría alinearme en ninguno de estos bandos, junto a escritores
tan admirables. Ambos signos me atraviesan.
Dicho esto, no descarto la opción de proseguir hacia
una afirmación categórica. La cualidad primera de una obra literaria es la sinceridad.
No hay pericia técnica ni destreza estructural capaz de redimir un embuste de
su infame condición. Todo lo contrario: cuanto más se insista en encubrirlo, más
evidente será un truco; cuanto más se procure maquillarlo, más chapucero se hará
el artificio. A lo largo de los siglos, la literatura ha estado ligada a la
revelación, a la iluminación de las más profundas regiones del alma; allí
radica su trasfondo místico, allí su perdurabilidad. Y dado que hay aspectos de
la naturaleza humana que sólo pueden inquirirse literariamente, resulta
imperativo para el escritor adentrarse en esos abismos, tener el coraje de
honrar su propio talento apelando a toda su capacidad para ser sincero. Los
demás caminos tienen apenas el valor de lo accesorio, de lo anecdótico. Sabemos
que nuestro tiempo, sin embargo, ha convertido la tergiversación en su distintivo
primordial; por esta ruta ha hecho del éxito, precisamente, el mayor de sus
fetiches. De esta suerte, poco importa ya que una obra sea reveladora; basta
con que tenga la capacidad de entretener, de recrear masivamente. Con el autor
pasa otro tanto: lo fundamental ahora es que sea públicamente un escritor.
Aunque no escriba.
No quisiera dejar a vuelapluma esto que he planteado.
Aquello que es divertido no tiene por qué ser obligadamente insulso, o baladí. Por
otra parte, la potencialidad de generar interés y fruición resulta siempre deseable
en cualquier obra literaria. Nadie podría negar que dicha condición le amplía
sus posibilidades de acogida entre el público lector. Con todo, lo que me
interesa destacar es una cuestión que el vértigo editorial de nuestra época se empeña
en eclipsar: la literatura es mucho más que esparcimiento. No ignoro, desde
luego, que la noción de lo que se da por divertido varía de un momento
histórico a otro; tampoco asumo que al interior de determinado periodo haya un
modo único de concebir el hecho literario. Lo que afirmo es que vivimos un
tiempo en el cual predomina cierta idea en nuestros entornos culturales; según
ésta, la literatura ha de poder insertarse, sin reparos considerables, en la
industria del entretenimiento. Tal es el ámbito que naturalmente le ha reservado
la sociedad contemporánea. De esta manera, la facultad de divertir dejó de ser para
el escritor una eventualidad entre otras posibles y se convirtió en la mayor de
sus exigencias. Y si sólo aquello que entretiene posee vocación de éxito en la
perspectiva de esta industria, se comprende que la diversión haya acabado
entronizándose como nuestro valor estético por excelencia.
No pretendo, al decir esto, hacer una insensata
apología del aburrimiento. Sólo quiero recordar que la vida está ahí; es decir,
que la muerte sigue ahí. Podemos dar la espalda a los sepulcros e imaginar un
mundo donde el dolor no existe. Sabemos, no obstante, que un propósito así
concebido interpreta de forma tramposa la realidad de nuestra existencia. Esta
época en que vivimos ―tan adepta a los finales felices― prefiere en todo caso
dulcificar cualquier desenlace para evitarle aflicciones al lector. Y se
entiende: la industria del entretenimiento lo ha convertido en un cliente al
que es preciso complacer a cualquier costo, incluso el del engaño. Pero escribir
literatura significa todo lo contrario, dado que está en su naturaleza la
vocación de indagar, de penetrar en nuestra experiencia vital tan profunda y
sinceramente como sea posible. Sólo invocando la más rotunda perspicacia puede
una obra devenir en conocimiento. No hablo de negar la concurrencia de la alegría
entre nuestros itinerarios temáticos, sino de mantener presente que su
contracara nos acecha; no se trata de proscribir la felicidad como un asunto
fundamental, sino de incorporar su condición transitoria. Voy a decirlo sin
más: no abogo por una visión oscura del mundo, sino por una que intente comprender
el dolor y la fiesta.
2
Me gustaría recordar ahora un par de expresiones
dichas por Katherine Porter y Truman Capote. Presumo que ambas apuntan a una sola
idea y sospecho que ésta se encuentra en la propia base de la escritura
literaria. Alguna vez ―refiriéndose a sus años de aprendizaje―, la señora
Porter habló de aquellos primeros tres lustros en que estuvo escribiendo sin
tregua pero negándose a publicar: “Pasé quince años aprendiendo a confiar en mí
misma”, dijo. El excéntrico Truman, por su parte, cuando fue inquirido acerca
de su relación con los críticos literarios, afirmó: “Creo, más que nada, en el
endurecimiento contra la opinión ajena”. Para nombrar esa autoconfianza, esa
fortaleza ante los otros, yo utilizaría la palabra criterio. Y pienso que para un
escritor el criterio es tan primordial como el talento, pues sólo quien lo
posee y ha sabido fortalecerlo en el transcurso de su vida alcanza la capacidad
para nadar a contracorriente. Esto es algo ineludible. Aquél que se propone
complacer a todo el mundo, se malogra; así, el escritor que desecha su criterio
naufraga en el océano de los requerimientos ajenos y acaba siendo devorado por el
monstruo de la veleidad. Entre las innumerables rutas que conducen al desastre,
ésta es la más indigna de todas, puesto que implica la traición de sí mismo.
Pero tener criterio no significa ser
autocomplaciente. Un escritor de carácter sabe que, si aspira al arte, ha de
exigirse hasta el límite de sus posibilidades. Sin embargo, con demasiada
frecuencia vemos cómo se confunden criterio y vanidad. En la medida en que lo
lleva a suponer que una obra es valiosa por su mera procedencia, por su propia
firma, la vanidad estropea al escritor. Muy por el contrario, hacerse de un
criterio literario implica recorrer ―en condición de lector― el arduo
aprendizaje que la tradición cultural nos ofrece. Pongámoslo en estos términos:
cuando un autor se propone la aventura de la novela, necesita saberse custodiado
por Don Miguel, por Laurence, por Charles, por Honoré, por Gustave, por León,
por Don Gabriel. A través de compañías como éstas le será dado comprender que
es preciso dejarse de engreimientos y escaldarse ante cada página que se acomete.
No se escala el Everest de un día para otro y es muy probable, incluso, que uno
perezca en el intento. A eso hay que estar dispuesto. En tal sentido, William
Faulkner decía: “Un artista debe poseer objetividad al juzgar su obra, más la
honradez y el valor de no engañarse al respecto”. Llevadas a este punto, las
nociones de vanidad y de criterio acaban siendo antagónicas: la vanidad es
relajamiento del espíritu; el criterio, ferocidad.
Intuyo que la distancia entre estos dos términos
es tan grande como la que existe entre el capricho y la voluntad. Aunque ambas
ideas se encuentran ligadas al hecho de querer algo, de anhelarlo, hay un
abismo entre estas dos maneras de ambicionar. Dicha diferencia resulta capital
en el trabajo del escritor. Dado que el capricho está en la epidermis del deseo
―en la zona más externa―, su carácter se revela tornadizo y voluble. Por esta
vía ningún autor logrará jamás conquistar una voz propia, pues quien la sigue
sucumbe a la inconstancia y a los ruidos del entorno. La voluntad, en cambio,
se manifiesta en la determinación, en la capacidad de un escritor para
entregarse a sus fantasmas, para perseverar en su particular sentido del
lenguaje y disponerse a perfeccionarlo según sus parámetros más personales. Aquí
es donde la capacidad de nadar a contracorriente se vuelve fundamental. Aquél
que obedece modas temáticas, que acoge tendencias expresivas y genéricas posiblemente
llegue a ser un escritor exitoso; pero un autor es otra cosa. Y nadie llega a
serlo sin una íntima visión del mundo, sin una concepción del lenguaje tan suya
como el timbre de su voz o su huella dactilar. Llamamos autor al sujeto de un prodigio:
aquél a quien le ha sido dada la capacidad de legarnos obras perdurables.
Estas manifestaciones en favor de la
individualidad del autor no son una invitación a ponerse de espaldas ante el
lector. Sin duda, para un escritor resulta provechoso tomar en cuenta los modos
en que lee la sociedad de su momento ―sobre todo si vive de vender sus obras―. Pero
la decisión de comunicarse con su tiempo no involucra la firma de un
armisticio. La categoría de autor es incompatible con el pusilánime trance de
la claudicación; de allí se desprende que el fetiche del éxito, invariablemente,
resulte nocivo. En nuestra época, más que nunca, el mundo de la edición se
encuentra infestado de mercachifles, de sujetos sin ningún arraigo en la
tradición cultural. Lo único importante ahora es facturar, lo cual ha hecho que
el campo literario se enrarezca hasta lo indecible. Todos andan enloquecidos ―escritores,
editores, libreros, internautas― buscando la receta exitosa, la clave del portento
capaz de convertir sus libros en la mercancía perfecta. Sin embargo, haría
falta mirar hacia atrás, hacia tantos siglos que nos anteceden, para recordar
un principio de apuño: la literatura es el reino de la excepción. Cada autor ha
de crear sus particulares modales expresivos, sus propios itinerarios
temáticos, sus privativas maneras de interpelar al lector. Para ello se tiene a
sí mismo: sinceridad, criterio y voluntad.
3
Nunca me gustó la idea del escritor asumido como
genio. La siento descasada y soberbia. Prefiero, en todos los casos, la
concepción del artesano. Hay en ésta un entrañable hálito que define la
relación entre la persona y los materiales que procesa. Y entiendo que únicamente
de un contacto así ―amoroso y profundo― podría surgir el milagro; es decir, una
obra de arte. El escritor se hace la vida con una esmerada observación de la
existencia, con una indeclinable aplicación al trabajo de la palabra. A ello
necesita destinarse con la tranquila firmeza del ceramista y con la infinita
delicadeza del orfebre, pues no hay atajos posibles en el arte. Quizá sea éste el
motivo por el cual pululan tantos equívocos al hablar de la técnica. Los
principiantes se envanecen cuando la dominan; entonces, seguros de haber conquistado
la cifra secreta, se dedican a exhibir su virtuosismo. Sin embargo, a pesar de la
tremenda importancia que posee, la técnica ni es el principio ni es el camino. Una
vez aprendida, más vale guardarla en un sitio remoto de nuestra memoria. Ya
emergerá de forma espontánea durante el proceso de cada obra en particular, puesto
que su función es la de aportar recursos ante las dificultades propias del
trabajo creativo. En la literatura ―en el arte―, a la técnica le corresponde el
valor de un insumo.
Lo propio sucede con la admiración por los
grandes maestros. Leerlos resulta indispensable por motivos de aprendizaje,
pero riesgoso por razones de idolatría. Una cosa es admirarles y otra, muy
distinta, acatarlos. A lo largo de la historia, ningún epígono ha llegado a componer
una obra emblemática. Digámoslo de este modo: dado que nada importante ha sido
hecho en literatura sin una altísima dosis de coraje y una fuerte propensión a la
desobediencia, cada autor tiene la obligación de inventarse, de cometer
auténticos errores hasta consolidar sus verdaderas capacidades. No pretendo sugerir
que alguien pueda saltarse impunemente el arduo magisterio de los clásicos.
Bien lo señaló T. S. Eliot: “Siempre me ha parecido desaconsejable violar las
reglas antes de aprender a observarlas”. Lo que sostengo es más bien otra cosa.
Quien se empeña en seguir rutas ajenas prueba, en ello justamente, su falta de
carácter. ¿Y cómo puede alguien que no confía en sí mismo proponer una
interpretación de la vida? ¡Imposible! ¿Y qué decir del estilo si bien sabemos
que éste es personal e intransferible? ¡Quimérico! En cualquier caso, quien
emprende el camino del arte vivirá siempre una paradoja. De una parte, estudia
y admira las obras maestras; de otra, combate con ellas y se reta a superarlas.
Pero, entonces, ¿cuál sería el principio motor
que rige a quien escribe? Recordemos aquellos versos breves y contundentes de
Emily Dickinson: “Joven ateniense: sé fiel a ti mismo y al misterio. / ¡Todo lo
demás es perjurio!”. Hay en el corazón de todo artista una verdad que ha de ser
indagada y que reclama ser dicha. El autor lo sabe intuitivamente y por eso le
urge expresarse. Sabe también que nada podría servirle de bálsamo ante aquella
certeza que le atormenta, excepto la realización de su obra. Y lo tiene claro:
sólo cuando la haya concretado, su alma conocerá el sosiego. El gran Stendhal utilizaba
la palabra egotismo ―la manía de hablar de sí mismo― para referir el fundamento
primordial de su narrativa. Resulta revelador que él precisamente, considerado
uno de los maestros realistas, haya afirmado: “Toda mi vida vi mi idea, no la
realidad”. Con todo, después de que el trabajo esté hecho, una paradoja nueva surge
ante nuestros ojos. El mayor logro alcanzable en los terrenos del arte se
conquista cuando la persona es completamente eclipsada por su creación, como
sucedió con Homero y con Shakespeare. En su
momento, François Mauriac lo planteó sin eufemismos, sin concesiones: “Lo más
raro en literatura, y el único éxito, es que el autor desaparezca y su obra
permanezca”.
No obstante, el autor vive su destino con
absoluta pasión y entiende, sin ambages, que es el único doliente de su obra. Este
vínculo esencial y la devoción con que se entrega a su oficio es lo que usualmente
denominamos vocación. No dudo al aseverar que esta forma extraordinaria de
felicidad pertenece a la categoría de lo misterioso, pues no creo posible
explicar esa atracción irrevocable que gobierna la existencia de una persona.
Octavio Paz resaltaba el carácter práctico de dicha atracción, insistía en que
siempre se encuentra orientada hacia un hacer. Y es cierto ―podemos constatarlo―:
el producto de este hacer es la obra. Según Paz, “la vocación nos dice: tú eres lo que haces”. No
quisiera cerrar aquí pasando por alto una honda implicación de este asunto, la
cual es inherente a la condición del autor. Nadie que genuinamente lo sea
podría supeditar la relación con su arte a los mandatos sociales. Toda
vocación define un modo de estar en el mundo. Aunque en otras esferas de la vida pueda
considerarse la escritura como una profesión ―con horarios y rutinas―, para el escritor de carácter esto es
impracticable. Escribe mientras vela y mientras sueña. Escribe al cantar y al
sollozar. Escribe en la opulencia y en el hambre. Escribe cuando riñe y cuando
ama. En definitiva, escribe en el dolor y escribe en la fiesta.
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