martes, 11 de marzo de 2014

«Ensayo sobre la influencia semítica en María». Por Alfonso López Michelsen. En Ensayistas Colombianos del Siglo XX, editado en 1976

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TEXTOS RECUPERADOS
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Fecha: 11 de marzo de 2014, 15:57
Asunto: ENSAYO SOBRE LA INFLUENCIA SEMÍTICA EN "MARÍA"
Por Alfonso López Michelsen
Para: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com , ntcpoesia@gmail.com 
Apreciado amigos de Nos Topamos Con ...
Les anexo un bello ensayo del señor ex presidente Alfonso López Michelsen, que hace parte de la hermosa Antología de Ensayistas Colombianos del Siglo XX, editado en 1976, en el que descuella su prosa elegante, descriptiva, sobria y erudita sobre un tema que a todos nos ha arrullado con la ternura del paisaje y la fuerza telúrica de un determinismo, que López ubica en las raíces semíticas de los personajes.
Se trata del drama y la obra María de Isaacs, sin duda alguna nuestra mejor y más conocida narrativa, sobre la que descolgamos nuestros anhelantes sueños de adolescencia, después de leer conmovidos las aventuras del Joven Werther de Goethe. Isaacs, más de un siglo después, sigue conmoviendo con un amor puro signado por un destino insuperable y triste. "La muerte no se presenta a María, sino que ella va a buscarla, y la única incógnita es la de saber quién llegará primero."

Amigo, ARMANDO BARONA MESA
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«Ensayo sobre la influencia semítica en María»  

Por Alfonso López Michelsen 

Tomado de "Ensayistas Colombianos del Siglo XX",
editado en 1976

Ensayistas colombianos del siglo XX.     Selección de Jorge Eliécer Ruiz y J. Gustavo Cobo-Borda.  Instituto Colombiano de Cultura, Subdirección de Comunicaciones Culturales. 1976
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Publicación inicial: 

Alfonso López Michelsen, «Ensayo sobre la influencia semítica en María», Revista de las Indias, no. 62 (febrero 1944): 5-10; 6.

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ENSAYO SOBRE LA INFLUENCIA SEMÍTICA EN "MARÍA"
Por Alfonso López Michelsen
“'Judía' le decía mi padre en broma, cuando la llamaba cariñosamente". (María, página 106).
María es de todos los libros colombianos el que más se presta a ser leído sin sentido crítico. Devoradas febrilmente sus páginas en las veladas de la adolescencia, raras son las personas que pueden volver desprevenidamente sobre el pesaroso relato del idilio caucano.
La belleza formal de esta obra, justamente apreciada en todo el Continente, queda eclipsada en el recuerdo del lector por el abuso de ciertos artificios elementales, propios de toda novela romántica, como son las escenas de llanto, con las cuales el autor pretende poner un marco adecuado al intenso dolor de los amantes, y solo consigue dejarnos la sensación de algo artificial, desprovisto de todo calor humano.
María ha sobrevivido, sin embargo, a todas las novelas que, antes y después, en Colombia y en otros países americanos, trataron el tema tan trajinado del amor de la adolescencia, tema árido entre todos, en el cual el autor debe renunciar de antemano a la originalidad grata al paladar de los lectores contemporáneos.
Factor determinante en esta nunca desmentida vitalidad de María es el tratamiento del tema, de suyo esencialmente israelita. Ya Valencia había anotado en verso magistral, a propósito de la mejor composición poética de Isaacs, sobre un tema extraído de la vida real que toca muy de cerca el de María: la muerte de la legendaria Elvira Silva en el despuntar de la juventud, esta inspiración judía de su obra:
"Céfiro de las tumbas, un bardo israelita 
le cantó cantos tristes de la raza maldita" ( 1

María, la heroína de Isaacs, desciende en línea directa de la esposa y hermana del Cantar de los Cantares, Isaacs la puso sobre la ubérrima tierra del Cauca, entre rosas y azucenas silvestres, limoneros y naranjos en flor, como la amada del rey Salomón entre los montes del Líbano, las cabras de Galaad y las rosas del valle de Sarón, para sentirla y cantarla en función del paisaje.
Con su oscura vida de provincia, sus largos silencios y sus dos trenchas de un castaño bíblico, no es solamente la novia de Efraín; es, por excelencia, su compañera desde la infancia, su hermana, la sierva de los hebreos que perfuma de flores silvestres la alcoba del amado. Tratándose de otras gentes, podría decirse que sus amores son casi incestuosos, como los de Fedra con Hipólito. Así lo entendían los griegos. Pero María, que se confunde en el coro de las hermanas con la gente de la sangre de Efraín, es lógicamente la esposa indicada en las concepciones racistas del pueblo escogido. Con razón piensa el adolorido enamorado que sólo en otra vida y en otros mundos podría amar como ha amado a María. En el relato ambos vienen de la misma estirpe, la misma tradición y la misma fantasía, en un mundo provinciano, de seres ricos y pobres, piadosos y escépticos, blancos y negros, pero que en todo caso les son extraños.

María es en la novela misma, judía por raza, por la apariencia y por el destino. Había nacido en Jamaica de padre y madre israelitas, y su primer nombre había sido Ester, como el de la vengadora del pueblo de Dios. Era morena, de una belleza leve, y conservaba -lo dice Isaacs- "el paso firme de las mujeres no doblegadas de su raza". ¿Existió en verdad esa criatura, o solamente fue una creación de Isaacs? El punto no tiene importancia. Todos la hemos conocido en su dulce resignación, abrumada por el valle feraz y el caudaloso río, frágil e inmensa en sus silencios, como se nos antojan las mujeres de los profetas y los jueces del Antiguo Testamento. Su relación con la naturaleza circundante es, a este respecto, inequívoco signo de la influencia semita. El lenguaje de las aves, el de los árboles, el del fuego, el de la piedra, puede ser descifrado por los maestros de la cabala, según la tradición del pueblo de Dios. Isaacs nos lo dice a propósito del padre de Efraín: "Era un hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros, preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir por completo". Todas las maravillas de la Naturaleza están enlazadas misteriosamente con el destino de los hombres, y detrás de los símbolos se esconden los signos de ventura o desdicha cuyo significado recóndito sirve para afirmar perennemente la inestabilidad de las cosas humanas. En este panteísmo oriental se desarrolla María. El río Zabaleta, con su voz de bajo; el rosal; "Mayo"; el ave negra, todos tienen un mensaje secreto.

La predestinación de los judíos, diferente en un todo a la fatalidad que preside las tragedias clásicas, o al determinismo psicológico de la novela contemporánea, pesa sobre la vida de María desde las primeras páginas del libro. La enfermedad heredada de su madre, los signos cabalísticos del ave agorera, un prematuro sentido de su muerte, fijada de antemano por los dioses, invisible a los hombres, pero revelada por una tristeza particular a su corazón, condicionan de antemano el rumbo de su vida.

Algunos han querido establecer un parangón entre el ave negra de María y el cuervo de Poe. Entre ambos media una concepción del mundo: la de la concepción religiosa judaica al predestinacionismo protestante. El cuervo tiene palabras humanas para proferir su lacónica sentencia y el ave negra es solo un símbolo mudo que hace pesar su vuelo sobre los amores de Efraín y María, desde la cuna hasta la cruz de hierro negro del sepulcro. Vanamente podría compararse el efecto de su presencia cabalística sobre el destino de los protagonistas de este idilio con las admoniciones más o menos explícitas del cuervo.

Esta creencia en la predestinación es un rasgo característico de la literatura hebrea, determinado tal vez por el soplo de mesianismo que anima todo el Libro Sagrado. El singular florecimiento de la novela y de la biografía novelada en el siglo XX, entre los autores de raza judía, nos servirá para comprobar este aserto. Proust, sin duda el más grande de todos, puso este sello inconfundible en toda su obra. Pudiera decirse que A La Recherche du Temps perdu tiene por tema el destino de la alta clase social que se releva periódicamente con valores idénticos. El personaje central del relato está destinado a ser Swann en el curso de los años; Robert de Saint Loup, hubiera debido ser Charlus; Rachel llega a ser la Berma; Madame Verdurin se transforma en la duquesa de Guermantes. Repetición de los personajes, grandeza y decadencia de los unos, el mismo Proust exclamaba en las últimas páginas: "Es sorprendente lo pequeño del número de cuerdas de que Dios dispone para mover a sus muñecos". Y a tal punto llegan a convertirse en presagios ciertos acontecimientos insignificantes de nuestra vida, que Proust acabó por revolucionar la literatura con una nueva medida del tiempo, dejando de lado las horas y los días de la razón, para sustituirlos por los del presentimiento, y así, en sus recuerdos, están más próximas la angustia de la espera de la madre en las noches de la infancia, la angustia de Gilberta en la adolescencia, la de Albertina en su juventud y la de su recuerdo, ya difunta, y para él solo desaparecida, en la madurez, que el tres o el cuatro, el mayo o el junio del calendario.

De igual manera, la obra maestra de Tomás Mann se desarrolla en la atmósfera de un sanatorio de tuberculosos en donde lo inevitable de la muerte desempeña un papel primordial. El judío Suss, de Feutchwanger, se prepara por espacio de varios años para el advenimiento de la adversidad, que a fuerza de esperada deja de ser temida. Maurois, Zweig, todos hacen vivir sus héroes en conformidad con algún presagio, y morir, generalmente, según sus propios escritos.

En María el dramático desenlace no sorprende al lector: llega por sus pasos contados en un ambiente de tragedia, preparado desde las primeras páginas. La muerte no se presenta a María, sino que ella va a buscarla, y la única incógnita es la de saber quién llegará primero -el amor o la muerte- al lecho de María. El lector asiste, espectador impasible, al cumplimiento fatal de ese destino inscrito en el vuelo del pájaro agorero. Apenas una leve duda asoma a veces en el angustioso desarrollo de la obra: la esperanza de que María pueda sustraerse por obra del amor al fallo de la Providencia.

La piedad y el temor de Dios que impregnan todas las páginas del libro apenas dejan entrever el profundo escepticismo con que Isaacs, nacido en otra época, hubiera llevado a su heroína al sacrificio, convencido de la incapacidad de luchar contra el destino. Ninguna consideración religiosa viene a su espíritu para hacer más llevadero su dolor. Ni siquiera la oración cristiana mitiga el sufrimiento en los labios de Efraín. La música de salmos con que sobrelleva su desdicha arrulla la resignación, pero no alienta la esperanza. Isaacs, como Montaigne, el hijo de la judía portuguesa, Troupez, ante lo inevitable del destino, sumido en el escepticismo, sólo sabrá cosechar frutos de sí mismo para sobrellevar su desgarramiento interior. No lo dice Efraín, pero lo sabemos nosotros: analizando minuciosamente su pena, desmenuzándola en las páginas de su libro, fue como supo acallarla. Por este aspecto, nuestro compatriota también pertenece a la gran estirpe de los cultivadores del yo, que arranca de Montaigne y Rousseau, introspectivos de origen semita, para quienes el mejor derivativo de su inconformidad consiste en describirla.
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EN EL LIBRO IMPRESO


Ensayistas colombianos del siglo XX.     Selección de Jorge Eliécer Ruiz y J. Gustavo Cobo-Borda.  Instituto Colombiano de Cultura, Subdirección de Comunicaciones Culturales. 1976
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