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TEXTOS RECUPERADOS
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Fecha: 11 de marzo de 2014, 15:57
Asunto: ENSAYO SOBRE LA INFLUENCIA SEMÍTICA EN
"MARÍA"
Por Alfonso López Michelsen
Por Alfonso López Michelsen
Apreciado amigos de Nos Topamos Con ...
Les anexo un bello ensayo del señor ex presidente Alfonso López Michelsen, que hace parte
de la hermosa Antología de Ensayistas Colombianos del Siglo XX, editado en
1976, en el que descuella su prosa elegante, descriptiva, sobria y erudita
sobre un tema que a todos nos ha arrullado con la ternura del paisaje y la
fuerza telúrica de un determinismo, que López ubica en las raíces semíticas de
los personajes.
Se trata del drama y la obra María de Isaacs, sin duda
alguna nuestra mejor y más conocida narrativa, sobre la que descolgamos
nuestros anhelantes sueños de adolescencia, después de leer conmovidos las
aventuras del Joven Werther de Goethe. Isaacs, más de un siglo después, sigue
conmoviendo con un amor puro signado por un destino insuperable y triste. "La muerte no se presenta a María, sino
que ella va a buscarla, y la única incógnita es la de saber quién llegará
primero."
Amigo, ARMANDO BARONA MESA
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«Ensayo sobre la influencia semítica en María»
Por Alfonso López Michelsen
Tomado de "Ensayistas Colombianos del Siglo XX",
editado en 1976
Ensayistas colombianos del
siglo XX. Selección de Jorge Eliécer Ruiz y J. Gustavo
Cobo-Borda. Instituto Colombiano de Cultura, Subdirección
de Comunicaciones Culturales. 1976
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Publicación inicial:
Alfonso López Michelsen,
«Ensayo sobre la influencia semítica en María», Revista de
las Indias, no. 62 (febrero 1944): 5-10; 6.
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Por Alfonso López Michelsen
“'Judía' le decía mi padre en broma, cuando la
llamaba cariñosamente".
(María, página 106).
María
es de todos los libros colombianos el que más se presta a ser leído sin sentido
crítico. Devoradas febrilmente sus páginas en las veladas de la adolescencia,
raras son las personas que pueden volver desprevenidamente sobre el pesaroso
relato del idilio caucano.
La belleza formal de esta obra, justamente apreciada
en todo el Continente, queda eclipsada en el recuerdo del lector por el abuso
de ciertos artificios elementales, propios de toda novela romántica, como son
las escenas de llanto, con las cuales el autor pretende poner un marco adecuado
al intenso dolor de los amantes, y solo consigue dejarnos la sensación de algo
artificial, desprovisto de todo calor humano.
María
ha sobrevivido, sin embargo, a todas las novelas que, antes y después, en
Colombia y en otros países americanos, trataron el tema tan trajinado del amor
de la adolescencia, tema árido entre todos, en el cual el autor debe renunciar
de antemano a la originalidad grata al paladar de los lectores contemporáneos.
Factor determinante en esta nunca desmentida
vitalidad de María es el tratamiento del tema, de suyo esencialmente
israelita. Ya Valencia había anotado en verso magistral, a propósito de la
mejor composición poética de Isaacs, sobre un tema extraído de la vida real que
toca muy de cerca el de María: la muerte de la legendaria Elvira Silva en el
despuntar de la juventud, esta inspiración judía de su obra:
"Céfiro de las tumbas, un bardo israelita
le
cantó cantos tristes de la raza maldita" ( 1 )
María, la heroína de Isaacs, desciende en línea
directa de la esposa y hermana del Cantar de los Cantares, Isaacs la puso sobre
la ubérrima tierra del Cauca, entre rosas y azucenas silvestres, limoneros y
naranjos en flor, como la amada del rey Salomón entre los montes del Líbano,
las cabras de Galaad y las rosas del valle de Sarón, para sentirla y cantarla en
función del paisaje.
Con su oscura vida de provincia, sus largos
silencios y sus dos trenchas de un castaño bíblico, no es solamente la novia de
Efraín; es, por excelencia, su compañera desde la infancia, su hermana, la
sierva de los hebreos que perfuma de flores silvestres la alcoba del amado.
Tratándose de otras gentes, podría decirse que sus amores son casi incestuosos,
como los de Fedra con Hipólito. Así lo entendían los griegos. Pero María, que
se confunde en el coro de las hermanas con la gente de la sangre de Efraín, es
lógicamente la esposa indicada en las concepciones racistas del pueblo
escogido. Con razón piensa el adolorido enamorado que sólo en otra vida y en
otros mundos podría amar como ha amado a María. En el relato ambos vienen de la
misma estirpe, la misma tradición y la misma fantasía, en un mundo provinciano,
de seres ricos y pobres, piadosos y escépticos, blancos y negros, pero que en
todo caso les son extraños.
María es en la novela misma, judía por raza, por la
apariencia y por el destino. Había nacido en Jamaica de padre y madre
israelitas, y su primer nombre había sido Ester, como el de la vengadora del
pueblo de Dios. Era morena, de una belleza leve, y conservaba -lo dice Isaacs- "el paso firme de las mujeres no
doblegadas de su raza". ¿Existió en verdad esa criatura, o solamente
fue una creación de Isaacs? El punto no tiene importancia. Todos la hemos
conocido en su dulce resignación, abrumada por el valle feraz y el caudaloso
río, frágil e inmensa en sus silencios, como se nos antojan las mujeres de los
profetas y los jueces del Antiguo Testamento. Su relación con la naturaleza
circundante es, a este respecto, inequívoco signo de la influencia semita. El lenguaje
de las aves, el de los árboles, el del fuego, el de la piedra, puede ser
descifrado por los maestros de la cabala, según la tradición del pueblo de
Dios. Isaacs nos lo dice a propósito del padre de Efraín: "Era un hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros,
preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir por
completo". Todas las maravillas de la Naturaleza están enlazadas
misteriosamente con el destino de los hombres, y detrás de los símbolos se
esconden los signos de ventura o desdicha cuyo significado recóndito sirve para
afirmar perennemente la inestabilidad de las cosas humanas. En este panteísmo
oriental se desarrolla María. El río Zabaleta, con su voz de bajo; el rosal;
"Mayo"; el ave negra, todos tienen un mensaje secreto.
La predestinación de los judíos, diferente en un
todo a la fatalidad que preside las tragedias clásicas, o al determinismo
psicológico de la novela contemporánea, pesa sobre la vida de María desde las
primeras páginas del libro. La enfermedad heredada de su madre, los signos
cabalísticos del ave agorera, un prematuro sentido de su muerte, fijada de
antemano por los dioses, invisible a los hombres, pero revelada por una
tristeza particular a su corazón, condicionan de antemano el rumbo de su vida.
Algunos han querido establecer un parangón entre el
ave negra de María y el cuervo de Poe. Entre ambos media una concepción del
mundo: la de la concepción religiosa judaica al predestinacionismo protestante.
El cuervo tiene palabras humanas para proferir su lacónica sentencia y el ave
negra es solo un símbolo mudo que hace pesar su vuelo sobre los amores de
Efraín y María, desde la cuna hasta la cruz de hierro negro del sepulcro.
Vanamente podría compararse el efecto de su presencia cabalística sobre el
destino de los protagonistas de este idilio con las admoniciones más o menos
explícitas del cuervo.
Esta creencia en la predestinación es un rasgo
característico de la literatura hebrea, determinado tal vez por el soplo de
mesianismo que anima todo el Libro Sagrado. El singular florecimiento de la
novela y de la biografía novelada en el siglo XX, entre los autores de raza
judía, nos servirá para comprobar este aserto. Proust, sin duda el más grande
de todos, puso este sello inconfundible en toda su obra. Pudiera decirse que A La Recherche du Temps perdu tiene por
tema el destino de la alta clase social que se releva periódicamente con
valores idénticos. El personaje central del relato está destinado a ser Swann
en el curso de los años; Robert de Saint Loup, hubiera debido ser Charlus;
Rachel llega a ser la Berma; Madame Verdurin se transforma en la duquesa de
Guermantes. Repetición de los personajes, grandeza y decadencia de los unos, el
mismo Proust exclamaba en las últimas páginas: "Es sorprendente lo pequeño del número de cuerdas de que Dios
dispone para mover a sus muñecos". Y a tal punto llegan a convertirse
en presagios ciertos acontecimientos insignificantes de nuestra vida, que
Proust acabó por revolucionar la literatura con una nueva medida del tiempo,
dejando de lado las horas y los días de la razón, para sustituirlos por los del
presentimiento, y así, en sus recuerdos, están más próximas la angustia de la
espera de la madre en las noches de la infancia, la angustia de Gilberta en la
adolescencia, la de Albertina en su juventud y la de su recuerdo, ya difunta, y
para él solo desaparecida, en la madurez, que el tres o el cuatro, el mayo o el
junio del calendario.
De igual manera, la obra maestra de Tomás Mann se desarrolla
en la atmósfera de un sanatorio de tuberculosos en donde lo inevitable de la muerte
desempeña un papel primordial. El judío Suss, de Feutchwanger, se prepara por
espacio de varios años para el advenimiento de la adversidad, que a fuerza de
esperada deja de ser temida. Maurois, Zweig, todos hacen vivir sus héroes en
conformidad con algún presagio, y morir, generalmente, según sus propios
escritos.
En María el dramático desenlace no
sorprende al lector: llega por sus pasos contados en un ambiente de tragedia,
preparado desde las primeras páginas. La muerte no se presenta a María, sino
que ella va a buscarla, y la única incógnita es la de saber quién llegará
primero -el amor o la muerte- al lecho de María. El lector asiste, espectador
impasible, al cumplimiento fatal de ese destino inscrito en el vuelo del pájaro
agorero. Apenas una leve duda asoma a veces en el angustioso desarrollo de la
obra: la esperanza de que María pueda sustraerse por obra del amor al fallo de
la Providencia.
La piedad y el temor de Dios que impregnan todas las
páginas del libro apenas dejan entrever el profundo escepticismo con que
Isaacs, nacido en otra época, hubiera llevado a su heroína al sacrificio,
convencido de la incapacidad de luchar contra el destino. Ninguna consideración
religiosa viene a su espíritu para hacer más llevadero su dolor. Ni siquiera la
oración cristiana mitiga el sufrimiento en los labios de Efraín. La música de
salmos con que sobrelleva su desdicha arrulla la resignación, pero no alienta
la esperanza. Isaacs, como Montaigne, el hijo de la judía portuguesa, Troupez,
ante lo inevitable del destino, sumido en el escepticismo, sólo sabrá cosechar
frutos de sí mismo para sobrellevar su desgarramiento interior. No lo dice
Efraín, pero lo sabemos nosotros: analizando minuciosamente su pena,
desmenuzándola en las páginas de su libro, fue como supo acallarla. Por este
aspecto, nuestro compatriota también pertenece a la gran estirpe de los
cultivadores del yo, que arranca de Montaigne y Rousseau, introspectivos de
origen semita, para quienes el mejor derivativo de su inconformidad consiste en
describirla.
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EN EL LIBRO IMPRESO
Ensayistas colombianos del siglo XX. Selección de Jorge Eliécer Ruiz y J. Gustavo Cobo-Borda. Instituto Colombiano de Cultura, Subdirección de Comunicaciones Culturales. 1976
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NTC ... ENLACES
Página sobre Jorge Isaacs en el CVI
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