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NTC ... agradece al autor el aporte de texto y la autorización para publicarlo.
Eros,
religión y poesía
Juan
Manuel Roca
La frase de
Artaud en torno a la creación artística: “nadie nunca ha escrito o pintado,
esculpido, modelado, construido, inventado, más que para salir por fin del
infierno”, cabe para lo que algunos poetas del surrealismo llamaron “la
religión del amor”. Porque amar es, como ocurre con la poesía, otra forma de
salir del infierno colectivo.
Esa
religión del amor es la única “cuyo dios es falible”, según la expresión de
Jorge Luis Borges. En el mismo sentido afirma Egar Morin que “la relación
religiosa aparece claramente cuando el amor no es recíproco; en ese caso hay
uno que es el suplicante, el esclavo fiel; el otro es soberano, misterioso,
inaccesible. Es el gusano enamorado de una estrella”.
El deseo
irrealizado, como el rezo no escuchado por los dioses o como el poema de
desamor, tienen una misma raigambre. Sin que se logre una “alta” comunión con
el ser amado, el cuerpo se siente baldío, y no hay nada más triste que esas
legiones de hombres y mujeres “baldíos”, sin amor, como ocurre en cualquier
esquina y en cualquier conglomerado de las sociedades modernas.
Pero es
quizá del desamor donde nacen los más intensos poemas, siempre proporcionales
en pasión al amor que desalojan, y en esta materia se puede acudir al magnífico
“Tango del viudo” de Neruda, un poema de una factura más bella aunque
revulsiva, creo, que su adolescente veintena de poemas de amor.
Se sabe que
todo paganismo sacraliza, que diviniza el deseo porque ha sido condenado. Sin
percatarse del todo, el amor pagano incorpora ciertos rasgos de los ritos de la
religión dominante, los hace suyos cuando se habla con devoción para recordar
que somos feligreses del ser amado, cuyo cuerpo y corazón se vuelven motivo de
culto. Y en esto sí que abunda tanto la mala como la buena poesía.
Al hombre y
a la mujer incapaces de creer en un ser superior, siempre les quedará la
idealización de pensarse ellos mismos divinizados al convertirse en objetos de
rito donde la boca es cáliz, los olores corporales son incienso, las palabras
oraciones para abrir como un pequeño sésamo el jardín que da al paraíso, las
palabras de amor son plegarias escuchadas. Ambos se erigen en sacerdotes y
feligreses a un mismo tiempo. La
desnudez compartida es otra forma de la confesión y el ponerse por traje
la desnudez del otro es una forma de compartirla.
La más
bella creación poética que conozca en torno al erotismo (y acá incluiría toda
la lírica que ha dejado intensos poemas desde Catulo, Khayyam, Aretino,
Boccaccio, Baudelaire, Apollinaire o los surrealistas) es sin duda el “Cantar
de los cantares” del Rey Salomón.
Largamente
discutida su condición de amor terrenal, ese gran poema es la piedra angular de
la poesía que asume el amor corporal como fuente de misticismo. El deseo oculto
o el error de muchos intérpretes canónicos lo juzgaron indigno de ser señalado
como místico y sustentaron sus juicios en la exaltada celebración que hace el
poema del amor erótico, humano, al punto de haber sido condenado por impuro en
el Concilio de Constantinopla por ser “un canto erótico de bodas”.
Algunos
racionalistas e intérpretes de las tradiciones judaicas y católicas quieren ver
en él un trasunto de lo sagrado en puridad, un poema de “inspiración divina”,
haciendo la salvedad de que ese amor pasional es una gran metáfora, un manual
de alegorías encabalgadas hacia un alto amor a Dios.
Para Nácar
Fuster, por ejemplo, el poema tiene que ver con Yavéh -que es el esposo- y con
Israel, que es la esposa. De esa manera se niega la fiesta del cuerpo y su
exaltación lírica, el vértigo de un Eros desplegado como las velas de un navío,
por temor a quebrantar los dogmas y cánones religiosos. Se apacigua y se
amansa.
Y a este
punto ya no puedo dejar de recordar la incisiva sentencia de Baudelaire: “no
pudiendo suprimir el amor, la Iglesia ha querido, por lo menos, desinfectarlo,
y ha creado el matrimonio”. Así, las nupcias de Dios con Israel, su matrimonio
bien avenido, no tendría jamás ninguna fisura, tratándose de un amor divino.
Pero no es de ese amor de estatuaria del que parece hablarnos el Rey Salomón.
Si de
manera tan rotunda el “Cantar de los cantares” tiene una fuerte carga
metafórica que gira en rededor del ser amado, verlo además como una metáfora divina
sería crearle una doble alegoría en la que quizá no pensara Salomón, al que
vemos a lo largo de sus palabras en un trance de poeta más que de sacerdote.
Dejarlo como canto
nupcial, como un poema de amor que sacralizando el objeto amado sacraliza a la
vez lo que de dioses hay en los humanos, sería más real, sería conservarlo como
un vestigio de amor pagano entre las “Sagradas Escrituras”, un llamado a la
salvación por el deseo. Y a la exaltación del otro, del prójimo en su condición
de ser amado.
El comienzo
del legendario y discutido “Cantar” no deja dudas sobre la clase de amor que
mueve al poema nupcial: “¡Me son tan deliciosas tus caricias,/ Suaves más que
el vino!”. Ni tampoco la añoranza del torso de la amada: “Son tus pechos
gemelos de gacela,/ Que pacen entre lirios”.
Si la
esposa ha exaltado ya su propia piel morena, una suave piel de esbelta
Sulamita, la metáfora de sus pechos de gacela vuelve a hacer una alusión de su
color cobrizo, y ese pacer entre lirios es una posible alusión a las manos blancas
del Rey.
Todo este
magistral poema está habitado por símbolos, analogías y alegorías de evidente
erotismo. El pubis se convierte en un
jardín: “”Ven, ven, amado mío, a tu jardín,/ Ven a gustar sus frutos
exquisitos”. El cuerpo es una palmera: “son racimos de dátiles tus pechos...
Subir quiero a la palmera,/ a coger sus racimos/. Para mí los racimos de tus
pechos,/ Y para mí el aliento de tu boca,/ Aroma de manzanas”.
El amor
expresado en versos tan delicados que, no obstante para algunos resulta una
pasión herética por su acento mundano, ataca sin pretenderlo el falso pudor,
como ocurre con todo el arte insumiso que no atiende a preceptos morales ni a
decálogos maniqueos.
Bien vale
la pena recordar un episodio narrado por Charles Baudelaire en “Mi corazón al
desnudo” en el que señala la doble moral burguesa, que tantas veces se avecina
con la moral judeo-cristiana. Esa moral le recordaba al poeta una vez que fue
con una joven puta al Louvre y la muchacha se ruborizaba al ver desnudos que
calificaba de obscenos.“Putidoncellas”, llamaba a estas muchachas el irónico
Quevedo. Personas, hombres y mujeres, que ejercen en privado lo que las
escandaliza en público. Tal vez por ese mismo motivo fue que Courbet pintó el
sexo femenino de forma naturalista y detallada, como el ícono de una nueva
religión, y al que le dio por título “El origen del mundo”.
Y es que el
arte se mueve de manera oscilatoria entre la gula de Dios y la gula del cuerpo.
El arte, que ya sabemos que es la anti-rutina Si hay algo que mata el erotismo
de la misma manera como se mata la poesía, es la rutina, cuando todo neutraliza
la sorpresa, como ocurre casi siempre con las ceremonias deshabitadas del
poema. Y también, cómo no, como sucede
con los largos matrimonios.
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Fuente de la imágen: http://www.museoarteeroticoamericano.org/recortestraserosjuanmanuelroca.html
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