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Un
mago visto por un profesor inglés (Décimo ensayo, 14 páginas). El
mago, obviamente, es García Márquez en relación con su obra, amigos y episodios
de su vida. El profesor inglés no se los voy a decir. Sería imprudente de mi
parte. Siempre debe dejarse algo para la imaginación del lector. Es mejor que
ustedes mismos lo averigüen.
Presentación
de "Cuando nada concuerda"
Por Jaime Jaramillo-Escobar *
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UN MAGO VISTO POR UN PROFESOR
INGLÉS
Hace
años Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa estuvieron en el centro de un
escándalo que hubiera pasado desapercibido entre seres comunes y silvestres,
cuando éste, amigo entrañable de García hasta esa fecha, le propinó, en una
fiesta cultural, una trompada que retumbó en las páginas de los diarios más
allá de las secciones, cada días más magras además, dedicadas a la literatura.
Dicen que fue por un asunto de faldas.
A
partir de ese día García Márquez debió soportar la animadversión de su colega
peruano, que incluso sacó del cuerpo de su obra la Historia de un deicidio, el
ensayo enjundioso que había escrito para celebrar la gloriosa aparición de Cien
años de soledad. Y Vargas no desperdició en adelante ocasión para reprochar a
García, a veces de manera abierta, y a veces velada, su amistad con Fidel
Castro.
La anécdota de los dos escritores que acaban
en orillas opuestas del pensamiento y de la vida por una señora, había sido
anticipada por Sartre y Camus, quienes también acabaron distanciados por cuenta
de un incidente romántico, si los chismorreos de los cafés de París no
mintieron. Y hay otra, menos notoria, por la cual se separan para siempre a
causa de un enredo de amor, unos jóvenes camaradas que hacían juntos sus
primeros pinos en la literatura. Después de compartir admiraciones y lecturas,
los dos intelectuales colombianos más influyentes en la segunda mitad del siglo
xx, Gonzalo Arango, fundador del nadaismo, y Estanislao Zuleta, director del
Partido Revolucionario Socialista y del Instituto Sigmund Freud, cancelaron sus
tratos por un incidente amoroso relacionado, en este caso, con el reputadísimo
complejo de Edipo. Un complejo que Zuleta agitó después, infatigable, en sus
ensayos sobre cualquier cosa, como si tratara de curarse la herida que le
infligió su madre viuda al poner los ojos en su camarada. A Arango le gustaba
recordar la afirmación de Nietzsche según la cual algunos parten en busca del
conocimiento o la belleza y regresan enarbolando las enaguas de una mujer.
Parece
natural que esas dos plumas de alto vuelo en el firmamento de la literatura
latinoamericana, como García Márquez y Vargas Llosa, terminaran escandalizando
la crónica social a puñetazo limpio por asuntos de cuernos. O de trenzas. Entre
los escritores de la generación del afamado boom figuraron argentinos tristes
como Cortázar más cerca del dadaísmo que del realismo fantástico, románticos
cosmopolitas como Carlos Fuentes y melancólicos recalcitrantes como Juan Rulfo.
Ellos deben inscribirse en la tendencia machista del gran movimiento editorial.
Pues encontraron con frecuencia los motivos de sus relatos entre las
soldadescas y en los ambientes de perfumes viles de los burdeles de los pobres,
y disfrutaron hablando en sus libros de vergas y de hazañas sexuales.
Vargas
descendió de los páramos andinos a la fama internacional. García debió subir, y
subir es más arduo, de las llanuras ardientes del Caribe a una gloria
incomparable con la de otro escritor en su siglo. La diversidad de los orígenes
tal vez explica las divergencias que llegaron tan lejos, lo mismo que el estilo
que los diferenció desde el principio de sus carreras. El peruano pinta la
brutalidad latinoamericana según las técnicas de los talladores de palos, de
los novelistas del realismo balzaciano. Mientras el otro poetiza, matiza,
encanta la realidad con adjetivos sabios o sorprendentes y ritmos calculados. Y
lo que los singulariza al escribir, también los distingue a la hora de actuar y
de pensar. Vargas aspiró a la presidencia de su país. En cambio, cuando a García
Márquez se le invitó a postularse como candidato, a nombre de una agrupación de
izquierda, puso pies en polvorosa. Más discreto y razonable, dijo que era solo
un poeta. Y escapó a Méjico.
No
es necesario ser gabófobo, gabólatra, gabófilo ni gabólogo para dejarse
encandilar por la parsimonia caribeña del estilo de García Márquez lleno de color, de frases redondas y logradas,
en un vocabulario a veces exuberante, y respetuosas del rigor sintáctico, sin
ínfulas de ideólogo. Vargas, es más rotundo y directo. Y también menos
ponderado en sus declaraciones públicas. Incluso, a veces fatiga, cuando adopta
la misma arrogancia que atribuye a los militares que caricaturiza en sus obras,
y deja la impresión de uno que está a
punto de ponerte de ruana un charango si habla de política o si habla de
literatura. Y parece más fiero y beligerante hoy, convertido en uno de los
adalides del liberalismo burgués, que antes cuando fue otro destacado representante
de la izquierda exquisita suramericana.
Paradójicamente
a los viejos amigos, separados por líos con mujeres, solo los une ya la amistad
con Plinio Mendoza. Justificada en García Márquez por los recuerdos de juventud
cuando junto a Plinio se ganaba la vida en el periodismo en Caracas y La Habana
y mamaban de las ubres de la loba comunista para sobrevivir. Y en Vargas Llosa
por la afinidad en el neoliberalismo recalcitrante y el desprecio por Fidel
Castro. Ambos, Plinio y Vargas, fueron formados en las punas. A García Márquez
y a Castro los unen en cambio las luces francas del Caribe, el gusto por el
rumor de los cocoteros y el asombro ante los mares azules y los cielos de la
infancia que nunca se olvidan.
Los reproches de Vargas Llosa a García Márquez
por sus vínculos con La Habana hacen pensar en un maniqueísta incapaz de
distinguir un amigo de un cortesano. Pero García Márquez es de una flexibilidad
asombrosa. También concede el privilegio de su intimidad al monárquico Alvaro
Mutis. Y se sintió bien, después del asalto de la gloria, cenando entre reyes,
políticos rastreros y millonarios, lo mismo que en los chupaderos de ron de
Cartagena que frecuentaba con Alejandro Obregón y Alvaro Cepeda Samudio, sus
compadres del alma, cuando todavía era pobre y anónimo.
Castro
es el personaje emblemático de un empeño marchito. Esto no significa que
estemos obligados a hacerles el juego a los altivos filibusteros del
capitalismo voraz, incluidos los militares ecuatoriales que les cumplen el
trabajo sucio como a veces hacen Plinio y en cierto modo, Vargas Llosa. Puede
ser cierto como muchos alegan que la hostilidad yanqui, las conspiraciones de
las agencias imperiales de espionaje y el bloqueo comercial, solo hayan servido
para radicalizar el aparato castrista de represión, haciendo más difícil la
vida de los pobres cubanos emparedados para su mala suerte entre el sueño de la
utopía marxista del obstinado comandante y el pragmatismo anglosajón. Además, se sabe que García usó muchas veces su
enorme prestigio para sacar de la cárcel a los poetas condenados por el régimen
castrista y sus conexiones con la izquierda para estimular procesos de paz en
todas partes en la revuelta Latinoamerica. Lo cual haría de él un discreto
diplomático, un amansador de lobos, más bien que el lacayo que quiere ver
Vargas y que Plinio, que tiene fama internacional de ladino, cubre con un silencio entre condescendiente y
amistoso.
Nadie
sabe lo que debió sentir el hijo de un telegrafista, nacido en Aracataca, en el
borde del mundo razonable, cuando fue entronizado, después de la publicación de
Cien años de soledad, como el gran patriarca de la lengua castellana junto a
Cervantes, coronado por una gloria inesperada que apenas mancillaron el chiste
flojo de Borges cuando dijo que solo había si capaz de leer cincuenta años de
soledad, y por la acusación de plagiario de una obra de Balzac de que lo hizo
víctima Miguel Angel Asturias. Una exaltación así tiene que suscitar en un
hombre razonable el sentimiento confuso de participar en una olímpica tomadura
de pelo. Fue tal el pavor, que en la apoteosis dijo que su libro era tan solo una
mamadera de gallo, un vallenato largo dedicado a sus amigos de Barranquilla y
un recocido de los guiones que escribió en Méjico cansado de los rechazos
de los productores.
La
antigüedad le concedió al Verbo un carácter sagrado. Y aún se confiere a veces
a los escritores un hálito mágico, en los tiempos de la descomposición del
átomo, la decodificación del abecedario genético y los viajes a Júpiter. El
prestigio de gran chamán le cayó a
García Márquez después de la publicación de la novela de la desmesurada familia
Buendía, que de carambola reveló la belleza de sus obras anteriores mal
percibidas hasta entonces por la crítica. Cada familia que conozco, rica o
pobre, por alguna razón misteriosa, halló en Cien años de soledad un reflejo de
la propia, como si el libro fuera un cristal de proyecciones astrales, una bola
de adivino, o un Aleph donde todos se contemplan fundidos en una cósmica
identidad indescifrable.
La crítica ha señalado la influencia de
Faulkner en el primer García Márquez. El reconoció su devoción por la prosa de
Hemingway que debió atemperar en él la rudeza barroca del autor de Las palmeras
salvajes, Mientras agonizo y Luz de agosto. Pero también dijo que solo después
de leer La metamorfosis, de Franz Kafka, supo que en la escritura todo está
permitido como en el amor. García Márquez amalgamó con una inteligencia
endemoniada un montón de tendencias disímiles que parecía imposible conciliar.
El enredo de las influencias donde su genio tomó forma incluye además a los
trágicos griegos que a veces le ayudaron a elaborar las estructuras de sus
relatos, y a los piedracielistas colombianos que le enseñaron el gusto cachaco
por la corrección lingüística y el lirismo taimado. Y después de todo eso, se
convirtió en un hombre para querer más que para ser comprendido. Cuando uno se
esfuerza demasiado en entenderlo corre el riesgo de decepcionarse, de descubrir
a la postre al prestidigitador detrás del hombre de letras. Lo cual no es un
denuesto. Pues él mismo aceptó una vez que en el fondo de su alma se sentía
identificado con Blacamán, su personaje, vendedor de milagros arrevesados.
Lo
que admira en el homenaje perpetuo que hacen de su vida, más allá de la estadística
de los libros vendidos y de las traducciones a todos los idiomas del mundo
en la Babel de las lenguas humanas, es
el modo como quieren a García Márquez en
todas partes. Se entiende en los lectores anónimos, agradecidos por el placer
que les procuran sus inventos. Pero mucho menos ver reunidos en el canto coral
a los colegas en el oficio: es sabido que el colegio de los escritores suele
ser avaro en el reconocimiento de las virtudes de los compadres vivos.
García
Márquez parece menos afortunado por la gloria que lo persigue con su
malentendido que por la gracia de
haberse hecho amar del modo como se le quiere, realizando el lema que adoptó al
principio de su gloria, para ampararse de la explosión súbita de la fama,
cuando declaraba que escribía para merecer el afecto de sus amigos. Y nada importa
si buscó ser querido, por la oscura vocación narcisista del eterno inmaduro,
del huérfano virtual, separado temprano de unos padres a quienes incluso dejó
de reconocer, o por la certeza de que provocando el cariño hacemos menos pesado
el embrollo matrero de esta vida.
La
biografía de García Márquez se deja leer como la fantasía de uno que, oriundo
de una aldea remota, situada en los
confines del mundo, al cabo de esfuerzos leales de mecanógrafo acaba, valido de
una imaginación desaforada y de una labia soberana, como huésped de honor de
los hombres más conspicuos de la Tierra por el éxito en los negocios, la
inteligencia o el poder. Su historia es la de uno a quien todo le sucedió como
sucede en los cuentos de hadas con una llaneza de la que nadie aguardaba tantas
doradas consecuencias. Ni siquiera su madre, para quien su mayor orgullo no fue
haber parido al fabuloso fabulador, si no la hija monja que tuvo, y que cuando
aquel coronó su carrera con el Premio Nobel solo se alegró pensando que por fin
le iban a arreglar el teléfono.
Las
biografías de los escritores suelen estar plagadas de las angustias de unos que
tuvieron el infortunio de nacer en familias descompuestas, acosados por las tormentas
interiores, o aquejados por algún mal moral o físico. La de García Márquez,
salvo sus hambres parisinas y un noviazgo en Europa con una actriz sin futuro,
transcurrió en medio de una formalidad que siguiendo la tónica del realismo
mágico se transformó de repente en una anomalía increíble. La época de
necesidades de Barranquilla es la de cualquier joven escritor en un país
acostumbrado a ignorar a sus artistas; los años de reportero en El Espectador
son muy parecidos a los de muchos reporteros de la provincia colombiana en
Bogotá, y lo mismo puede decirse de sus días mexicanos, cuando tuvo que
trabajar en publicidad para alimentar a su familia. No es el único que
habiéndose jugado su destino contra la poesía debió ampararse en la industria
moderna de las mentiras que hace de un pañuelo de papel un gran hallazgo en los
anales del ingenio humano, de un agua turbia el símbolo de la felicidad, o un
acontecimiento cósmico de la llegada al mercado de una nueva salsa de
tomate.
Bogotá
le hubiera proporcionado la ocasión de probar su coraje, como a Hemingway o a
Malraux la España de la guerra civil. Pero en vez de quedarse al bogotazo, al
incendio que siguió al asesinato de Gaitán, para escribir la crónica del
memorable desorden de borrachos, García se montó en el primer avión disponible
y fue a refugiarse en Barranquilla, una ciudad más pacífica entonces, y sobre
todo más alegre que la capital de Colombia, donde todo el mundo iba vestido de
negro, y donde una noche, en el tranvía de Usaquén, mientras iba leyendo poemas
de Jorge Rojas, se topó con un fauno oloroso a espliego. El encuentro con el
fauno fue la primera cosa extraordinaria que rompió la normalidad de su vida,
dijo más tarde. Si no fue un invento maestro para compensar en su memoria el
aburrimiento bogotano que entonces lo aplastaba.
Jamás
uno de mis libros vendió mil ejemplares hasta Cien años de soledad, se quejó en
un reportaje. Algunos pocos críticos, entre los que debe contarse al nadaista
Gonzalo Arango, habían reconocido la eficacia de su prosa desde los días del
coronel que no tuvo quién le escribiera, de La hojarasca, La mala hora y de La
mama grande a cuyos funerales asistieron todas las personas de relevancia en la
Tierra desde los gaiteros de San Jacinto hasta Su Santidad el Papa. Y así
habría seguido siendo si la necesidad que tiene cara de perro no le hubiera
inspirado ese libro de hechicerías que le daba vueltas en la cabeza desde la
adolescencia, y cuyo manuscrito cargó en un maletín por todas partes mientras
le hacía quites a la penuria y trataba de salir adelante a punta de reportajes
y crónicas medio verdaderos a veces y a veces medio falsos, que hoy suelen
figurar en las antologías ejemplares del periodismo moderno.
Cien
años de soledad fue el fruto de la desesperación de un escritor a punto de perder
la esperanza en sí mismo. Pero cuando lo publicó, en la mitad del camino de su
vida, la fama le cayó como un martillazo inesperado, y los reflectores del
mundo giraron hacia él para seguirle cada paso, en Barranquilla comiendo
butifarras de esquina o tomando vinos reservados de Francia en el Eliseo, con
Bill Clinton en la Casa Blanca o con Fidel Castro en el yate privado del
comandante, hirviendo langostas recién sacadas de los mares azules de Cuba.
Enemigos irreconciliables, en desacuerdo sobre todo lo demás, coinciden a veces
en la admiración por su obra. Unos pocos, en público o en privado, se encargan
de establecer el contraste. Pero es posible que las críticas injustas y los
insultos gratuitos de los enanos reediten el complejo de Eróstrato, el recurso
fácil de asociarse a la divinidad por la agresión y el improperio.
Muchos en todo el mundo comenzaron a declarar
que había dado a luz un libro igualable con el Quijote y la novela
paradigmática del siglo xx. Lo cual sonaba a exageración en una centuria que
produjo obras más coherentes con el desarrollo natural del género, como el
intrincado Ulises de Joyce que jamás se deja escudriñar por completo, como la
Muerte de Virgilio, de Herman Broch, que explora las relaciones entre la poesía
y el poder en un lenguaje luminoso, relato, ensayo y canto, o como El tambor de
hojalata, de Gunther Grass, otro libro grotesco y feliz como el de Cervantes, o
como Gargantúa. Pero Cien años de soledad rozó e hizo vibrar una fibra del
corazón de los lectores en los cinco continentes. Y eso la singularizó entre
todas las novelas de su siglo, incluidas las mayores de Thomas Mann, y contando
con el mamotreto incalificable de Proust. Está más cerca del desenfado del
inconsciente, de la sustancia de los mitos, que de las elaboraciones
intelectuales de los maestros consagrados de la prosa europea y norteamericana.
Cuando
apareció Cien años de soledad, en medio de bombos y platillos, al principio
tuve desconfianza por el alboroto que armó. Pero después cedí a la curiosidad.
Algo habría en un libro que ocasionaba semejante clamor, me dije, y me rendí al
deslumbramiento. A pesar de los magros ingresos de mi juventud recién casada,
con un hijo ya, me convertí en un entusiasta propagandista del delirio. No
exagero si digo que disminuí la ración de leche de mi primogénito para
distribuir el libro entre los amigos. Y que me sentía bien pagado al contemplar
luego sus caras de felicidad. Aunque también sabía que se burlaban de mi
admiración por un anecdotario de amores embrollados y guerras fracasadas,
después de haberme oído decir tantos años que Malone muere, de Samuel Becket, era la novela extrema del siglo, la
insuperable ya, la más grande en su minimalismo pernicioso. Juro que mi frenesí
no tuvo que ver con el hecho de que en mi familia, discreta en todo lo demás, y
muy distinta de la familia Buendía en todo, algunos hubieran nacido también con
una enroscada cola de cerdo rematando el coxis como el último parido en
Macondo.
No
sé cuántas veces empecé el libro. Cada vez que me ponía en la tarea me
encontraba con alguien que no lo había leído, le regalaba mi ejemplar, por
caridad, compraba otro y volvía al principio de buena gana. Avasallador, este
hombre ha convertido la literatura en naturaleza, pensaba. Al final, para
defenderme de la influencia, me esforcé por encontrarle a García Márquez una
semejanza con uno de los Tres Diamantes, el trío mejicano de boleros de
repostería, (él dijo que se había dejado el bigote para parecerse a Bienvenido
Granda), y con los fabuladores de Las mil y una noches cuyos descendientes
pararon en la Guajira vendiendo alfombras. Y de tanto trajinar por sus
fantasías de muchachas que se alimentan con la tierra del suelo de la patria y
con la cal de las paredes de las casas, y de tratar de entenderme con la lógica
de su poesía que retuerce las cosas hasta que sueltan la esencia, comencé a
dudar de García Márquez tanto como de mi buen olfato de lector. El fervor
colectivo siempre me pareció sospechoso en el arte y nunca me sentí cómodo
entre las mayorías. Así, por una
inveterada inclinación a llevar la contraria que es la manera más segura de mantener la sensatez,
según me enseñó el pintor Norman Mejía, decidí al fin dentro de mí que esa
novela no era más que un Disney World de los pobres. Y me gustó saber que
García Márquez pensaba igual que yo, según le dijo a un amigo común, el
periodista Iáder Giraldo que le fue con mi chisme. De modo que, con todo
respeto, regresé a mi querido Becket, y a los discursos inmóviles de los
objetalistas franceses donde la historia tiene la cortesía de perdonarnos la
vida y no hace trampas estimulando el sentimentalismo de los lectores, ni apela al chantaje emocional
de los cuentos tristes con un principio prometedor y un desenlace desgraciado.
El entusiasmo que despertó el libro llevó a
un montón de personas inteligentes a comparar Cien años de soledad con el
Quijote. Sin embargo, las diferencias son evidentes. Si el lugar común tiene
razón cuando repite que Cervantes clausuró el género de los libros de
caballería, García más bien retrasó el fin de la novela llevada al tope de sus
posibilidades por Claude Simon, Allan Robbe Grillet, Michel Butor y Becket y
las monstruosidades de Joyce que son
libros y también osadías, devolviéndola a las artimañas de los mentirosos de
los zocos de los tiempos de Scheerazada.
De todas maneras fue estimulante ver cómo un
país tan sufrido como Colombia contaba por primera vez con un libro celebrado
en todas partes, en testimonio de que no era solamente una grotesca ordalía ni
una nación de carniceros cebados. María, La Vorágine y Vargas Vila y sus
diatribas de un modernismo apolillado, se habían alabado hasta el exceso en el
ámbito de la lengua. García Márquez era traducido al swahili y al turco. Y ya no
sé cuántos bosques canadienses se gastaron para honrar la maravilla. Ni cuantos
siglos en días y noches contados las rotativas de las imprentas trabajaron
multiplicando el milagro en nilos de tinta. García Márquez debió calcularlo. Pues
había practicado esta clase de estadísticas en sus tiempos de periodista raso.
La
última vez que leí Cien años de soledad, hice al mismo tiempo una relectura
paralela de los Buddenbrook, otro libro inolvidable para mí, otra historia de
una familia, de una familia burguesa en este caso, que apenas tiene que ver con
los gallos que anuncian las amanecidas del Cesar, donde los ángeles a veces
caen en los gallineros en las sequías derrumbados del cielo por los huracanes
tropicales. Pero mientras Mann me concedía un estado de gracia parecido a la
beatitud y me dejaba al borde de
sublimar el mamífero que soy de muy mala gana y por las noches cerraba el libro
con místico agradecimiento, Cien años de soledad se me reveló para siempre como
el alarde maravilloso de un culebrero incomparable. Y cuando dejaba descansar
el volumen en la mesa de noche lo hacía con una sensación de bienestar
inconmensurable, como quien cierra un parque de diversiones. No era serio, me
decía una voz interior en la cual me parecía reconocer la recta conciencia de
las cosas. Pero otra ripostaba: y sin embargo está lleno de sabores inéditos,
de deslumbramientos estilísticos y de fantasías estructurales, como el Quijote,
que convierte la lectura en un placer de todo el cuerpo, desde los vulgares
intestinos hasta la noble pituitaria.
A
veces me pareció encontrar el germen de muchos libros de García Márquez en
Thomas Mann. El entierro de Jacob en José y sus hermanos se parece al entierro
de la Mama Grande; los ciclos temporales en
la historia de José evocan el tratamiento del tiempo en Cien años de
soledad y el Eliécer de Mann a Melquíades. El amor difícil de la señora
Grünlich en los Buddenbrook se asemeja de lejos al romance de El amor en los
tiempos del cólera. Y hasta la Montaña Mágica trae ecos de esa mujer que en un
cuento del narrador de Aracataca queda atrapada en un hospital siquiátrico
cuando va a pedir prestado un teléfono. Eso no importa. El sello
garciamarquiano es el ritmo que es su marca de fábrica, y la poesía de su prosa
anula cualquier suspicacia. Además, García Márquez está bien inscrito en una
tradición que conoce y usa con desvergüenza, como debe ser. Dueño de una sólida
cultura literaria, leyó siempre como un rumiante, desbaratando las tramas de
los libros para comprender cómo están hechos. Es la manera de narrar lo que lo
distingue. Más cerca de la brujería, de la magia, que de la racionalidad y de
la retórica aristotélica.
La
biografía de Gerald Martin, contagiada por el modo de escribir y de adjetivar
del biografiado, (hay que cuidarse del estilo impregnante de García Márquez),
se lee como el relato de una aventura
prodigiosa de acuerdo con la vida que narra, la del mayor de los poetas
del piedracielismo, una tendencia literaria de los conservadores colombianos
incorporada en un liberal corrido a la izquierda. Pero sobre todo conmueve, en
medio de los triunfos y los agasajos, que el personaje principal, si no es el
padre, el padre opaco que se siente vivir y luchar y fracasar a cada paso y a
quien nunca aprendió a querer, al fin se aleje del mundo y de sus vanaglorias
hacia la amencia, deje de reconocerse a sí mismo, y a veces ni siquiera consiga
acordarse de los títulos de los libros que le dieron un prestigio descabellado
para cualquier mortal sobre todo si está acostumbrado a llevar un nombre común
y corriente como Gabriel García, encontrable en cualquier directorio telefónico
de Latinoamérica entre los carpinteros,
los sastres y los patrones de montallantas.
El olvido hace de la fábula, del cuento de
hadas del cataqueño, una tragedia que no parecía prevista en medio de tantos logros,
condecoraciones, grados, honores, muestras de afecto y premios mayúsculos,
(aunque la amnesia está profetizada en el tiempo del olvido en Cien años de
soledad, en el patriarca del Otoño del patriarca que dice Martin es el mismo
García Márquez, en la erosión de la memoria de Juvenal Urbino en El amor en los
tiempos del cólera y en la impronta genética de Luisa Santiaga, la madre). Las
últimas palabras de la biografía de Martin estremecen. Después de la apoteosis
en Cartagena, para celebrarle la entrada en la vejez, rodeado de sus amigos,
reyes, políticos, potentados y escritores de fama universal, y a punto de
traspasar el umbral entre la conciencia y la ausencia, le dice: qué bueno que
hayas estado para que puedas contarle a la gente que no fue mentira. Lo cual
puede entenderse, si uno quiere, como el último reproche al padre, que solía
decir que su hijo era un gran mentiroso desde que estaba chiquito. En una
entrevista concedida en pleno deslizamiento hacia el vacío de la desmemoria
alguien le preguntó qué se le ocurría para el tren turístico a Aracataca, que
estaba a punto de inaugurarse. Y como si se burlara de sí mismo, aconsejó con
humor barranquillero a los constructores del proyecto que fueran cuidadosos con
la señalización.
La
metamorfosis de Kafka fue una revelación para el joven García Márquez. Sus
primeros cuentos funcionan en ambientes pesadillescos poblados por personajes
embebidos que pueden asimilarse a la sombría literatura del absurdo. Antes de
que tuviera la desgracia de convertirse en un insecto inverosímil metido en las
guayaberas que le merecieron entre los taxistas de Barranquilla el remoquete de
Trapoloco, el descubrimiento de la literatura norteamericana lo salvó de esos sobresaltos
metafísicos y se volvió de los malos ensueños de los espectros de la Europa
Central a sus recuerdos infantiles, a los paisajes polvorientos de la niñez
trasvasados en el modo de prosar de Faulkner. Y entonces los personajes, apenas
esbozados, revelados apenas por sus expresiones lapidarias o sus gestos impunes,
imprimen un carácter nuevo en su trabajo. Un matiz debe destacarse. Ambos,
Faulkner y García Márquez fueron los nietos de dos viejos coroneles. El de
Faulkner, fue muerto en un duelo. El de García Márquez, mató en un duelo a un
insolente, y cargó el remordimiento toda
la vida. Tú no sabes lo que pesa un
muerto, le dijo un día a su nieto. Faulkner bebió en fuentes bíblicas, la
Biblia fue el libro que más frecuentó el fundador de la Yoknapatawa que dicen
que debió servir de modelo a Macondo. García Márquez se alimentó más bien, como
reconoció muchas veces, en el fatalismo de los trágicos griegos y en la
irradiación de la prosa de El viejo y el mar, de Hemingway, a quien saludó
alborozado de acera a acera en París cuando él tenía tan solo penurias, indecisiones
y terrores por domesticar y escribía y escribía, fumando como un poseso,
mientras esperaba de Bogotá un cheque para seguir tirando y cantaba boleros,
por la comida, en cuchitriles de inmigrantes latinoamericanos de nombres
perfectamente presuntuosos como La Scala. Y cuando no se le había pasado por la
cabeza que un día llegaría a ser el más glorioso de los escritores del siglo xx.
En
las entrevistas infinitas que concedió a lo largo de su vida García Márquez
cuenta el proceso que lo lleva a renunciar al estilo del inventor de Gregorio Samsa para descubrir los parajes
caniculares de indios y de negros donde transcurrió su adolescencia, que le
permitieron acceder al exceso de Cien años de soledad, escrito desde el miedo
al fracaso y las amenazas del hambre. Y cómo lo asustó el éxito. Y cómo, lleno
de desconfianza en sí mismo y en la
gloria que es siempre sospechosa para los hombres honrados, decidió escribir El
otoño del patriarca, ansioso por comprobarse a si mismo que podía ser más que
un enhebrador de anecdotarios salaces, es decir, un novelista moderno y no tan
solo un epígono de los locuaces fumadores de hachish de los tiempos de Harún al
Raschid.
El
otoño del patriarca fue, como sucede muchas veces en los reinos de injusticias
de la literatura, un fiasco de librerías. Los críticos de izquierda lo acusaron
de traicionar su origen popular y el realismo salvaje de antes con un
galimatías sobre un dictador medio muerto en un palacio donde unas vacas se
comen las cortinas, medido además según los ritmos de Bela Bartok tan lejos de
los de Alejo Durán. Entonces, García Márquez retomó los temas de las lecturas
tempranas del estudiante costeño en la nevera bogotana. El amor en los tiempos
del cólera, el poema conmovedor del general en su laberinto, Del amor y otros
demonios y la Memoria de las putas tristes, son la regresión del devoto de
Bartok a la religión de Schubert, que en vez de avanzar hacia Arnold Schömberg,
Anton Webern, Alban Berg o Liggetti, renuncia a una voluntad de estilo, a una
voz encontrada después de trabajar como un galeote, en pro de la facilidad,
para adoptar un lenguaje apartado de los regionalismos y rendirse a la sintaxis
convencional en aras de la mercadotecnia. Por esto, un ocioso se atrevió
incluso a llamarlo, García Marketing.
De
cualquier modo, después de los chaparrones de Isabel viendo llover en Macondo,
la saga abigarrada de Cien años de soledad, el experimento del patriarca y las
hipérboles felinescas de la cándida Eréndira, por una guirnalda de novelitas
correctamente adornadas, García Márquez acabó lejos de la prosa moderna y cerca
del manierismo y de la ortodoxia hispanizante de los piedracielistas. Música de
seda, léxico de joyero, arpas azules, adjetivación siempre venturosa, y el
morbo lírico capaz de arrastrar a cualquiera a la casa del mismo Mallarme con
una orquídea recién abierta en la mano, como le sucedió a José Asunción Silva.
Ahora las novelas de García Márquez, dejemos en paz sus cuentos, a veces delirios
magistrales, se marchitan a ojos vistas, como las de otros escritores gloriosos
del pasado, como las de Anatole France, como las de DAnunzio o
como las de Vargas Vila, cuya gloriola además le pareció repetir en los
días de la primera fama, cuando reconoció con espanto y fastidio que se sentía el
fantasma que le deshacía los pasos al autor de Aura o las violetas.
El
otoño del patriarca, incompresiblemente, sigue siendo el menos reeditado de sus
libros aunque es el más ambicioso y complejo y el que más quiso, aunque algunos
días se inclinó por El amor en los tiempos del cólera. García Márquez dijo una
vez que todo el mundo tenía una vida pública, una vida privada y una vida
secreta. Debe haber algo en la suya más allá de la desmesura de la consagración
que jamás nos revelará, que pertenece al ámbito de sus intimidades y que poco a
poco se disuelve con él. Y que tal vez dejó bien expresado en el final del
penúltimo párrafo de Blacamán, hacedor de milagros, cuando este se dice:
la
verdad es que yo no gano nada con ser un santo después de muerto, yo lo que soy
es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura flor de
burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul
de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los
piratas en Nueva Orleáns, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de
oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita, mis botines de dos
colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de belleza,
dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble
la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades…
Parecen,
en verdad, palabras de profeta.
Alfonso
López Michelsen dijo de su autobiografía, Vivir para contarla, que en el libro lo
había impresionado el recuerdo del nueve de abril, y sobre todo aquel hombre
que instigaba al gentío contra el asesino refugiado en una farmacia. Un
personaje que no se ha encontrado en los otros testimonios de aquel día atroz,
cuando Bogotá fue reducida a cenizas en una orgía de borrachos. Lo había visto,
dice García Márquez, muy de cerca, vestido de gran clase, con una piel de
alabastro y un control milimétrico de sus actos. Y tanto me llamó la atención,
que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado
nuevo, tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino. Y desde entonces
pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía. Hasta muchos años
después cuando en mis tiempos de periodista me asaltó la ocurrencia de que
aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger al
verdadero.
Un
insidioso de marca cuyo nombre debo reservarme para salvarlo de enredos de
abogado, creyó reconocer en ese hombre al padre de Plinio Apuleyo, el mismo que
habría de ser uno de sus grandes amigos un día remoto en el futuro, y su
compadre, y el mismo que estaba a esa hora tomando una leche malteada en una
cafetería próxima al lugar del crimen sin imaginarse que en la esquina había un
futuro Premio Nobel con la boca abierta por el asombro.
Vivir para ver y para contar. Dice López. Y
lamenta que esta inesperada pista sobre los autores intelectuales de la muerte
del caudillo escapara a la pericia de los investigadores gringos e ingleses
contratados por el gobierno de Colombia para dar con el asesino. Todos los
colombianos sabemos o sospechamos que Roa Sierra puso a lo sumo la mano
homicida. Que era apenas un débil mental que en ocasiones se sentía la reencarnación
del general Santander, tenía contactos inextricables con la legación alemana y
consultaba un astrólogo alemán que le auguraba un gran destino. Ese astrólogo alemán
rubicundo que ya viejo, con su piel de dinosaurio recién nacido, horoscopizaba
la suerte y le adivinaba el futuro a la clientela de galletas La Rosa, y que yo
saludaba de lejos en el Chalet Suizo, un restaurante del centro de la Bogotá de
los años setenta. Pocos saben que Roa leía esos días Los dioses atómicos, un
libro sobre las ondinas, las hadas y los duendes, que enseña el modo de
conservar la energía llevando un paraguas apretado en la axila izquierda para
estimular la respiración de la fosa derecha. Un libro que volvería a circular
más tarde entre los jóvenes en tiempos del jipismo una década larga más tarde,
si bien, según sospecho, en una edición revisada y ampliada.
Pero
también oímos decir al papá de García Márquez que este siempre había sido un
gran mentiroso desde que nació. Y él mismo nos advierte en su autobiografía que
la vida no es la vida que uno vive sino la que uno recuerda para contarla. Es posible entonces que el hombre del cutis de
alabastro y el automóvil demasiado nuevo que lo recogió mientras la turba
arrastraba el cuerpo de Roa Sierra, el hipotético asesino, con dos corbatas,
rumbo a Palacio, hubiera existido tanto como el fauno que tropezó una noche de
hielo en el tranvía bogotano, mientras él iba leyendo versos dedicados a las
rosas campesinas de Tabio, de un poeta piedracielista perteneciente a las
aristocracias del altiplano cundiboyacense.
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NTC ... NOTAS y ENLACES:
* Presentación de "Cuando nada concuerda". Por Jaime Jaramillo-Escobar
VIDEO de la Presentación (32 min)
https://www.youtube.com/watch?v=PQGQm8rFx9w 22/9/2013 . Intervenen Jaime Jaramillo Escobar (lee el texto anterior) y Eduardo Escobar
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El libro fue editado por Siglo del Hombre Editores:
El libro fue editado por Siglo del Hombre Editores:
Presentación en Otraparte, Envigado.
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En NTC ... 17 de noviembre de 2013
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Fragmento
de este ensayo se publicó en eltiempo.com, 27 de noviembre de 2009: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-6689767
Publican y difunden
NTC … Nos Topamos Con …
http://ntcblog.blogspot.com , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia
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